Revista espírita — Periódico de estudios psicológicos — 1858

Allan Kardec

Volver al menú
La explicación solicitada por el narrador que acabamos de citar es fácil de dar; no hay sino una, y sólo la Doctrina Espírita puede proporcionarla. Estos fenómenos no tienen nada de extraordinario para quien esté familiarizado con aquellos a que nos han habituado los Espíritus. Se sabe qué papel ciertas personas hacen jugar a la imaginación; sin duda, si la niña solamente hubiese tenido visiones, los partidarios de la alucinación estarían en condiciones favorables; pero aquí había efectos físicos de una naturaleza inequívoca que han tenido un gran número de testigos, y sería preciso suponer que todos eran alucinados al punto de creer que escuchaban lo que no escuchaban, y que veían moverse muebles inmóviles; ahora bien, habría allí un fenómeno aún más extraordinario. A los incrédulos sólo les queda un recurso: el de negar; es más fácil, y así se evita razonar.

Al examinar la cuestión desde el punto de vista espírita, es evidente que el Espíritu que se ha manifestado era inferior al de la niña, puesto que le obedecía; incluso estaba subordinado a los asistentes, puesto que ellos también le daban órdenes. Si no supiésemos por la Doctrina que los Espíritus llamados golpeadores están en lo bajo de la escala, lo que sucedió sería una prueba. En efecto, no se concebiría que un Espíritu elevado, como tampoco nuestros sabios y nuestros filósofos, viniera a divertirse al tocar marchas y valses o, en una palabra, a representar el papel de juglar, ni a someterse a los caprichos de los seres humanos. Él se presenta con los rasgos de un hombre de mal aspecto, circunstancia que no hace más que corroborar esta opinión; en general, la moral se refleja en la envoltura. Por lo tanto, para nosotros queda comprobado que el golpeador de Bergzabern es un Espíritu inferior, de la clase de los Espíritus ligeros, que se ha manifestado como tantos otros lo han hecho y lo hacen todos los días.

Ahora, ¿con qué objetivo ha venido? La noticia no dice que haya sido llamado; hoy, que se está más experimentado en estas cosas, no se dejaría venir a un visitante tan extraño sin informarse lo que quiere. Por lo tanto, no podemos sino establecer una conjetura. Es cierto que él no ha hecho nada que develase maldad o mala intención; la niña no ha sufrido ninguna perturbación, ni física ni moral; sólo los hombres habrían podido perturbar su moral al impresionar su imaginación con cuentos ridículos, y ella es feliz de que no lo hayan hecho. Por muy inferior que fuese, este Espíritu no era, pues, ni malo ni malévolo; era simplemente uno de esos Espíritus tan numerosos de los cuales estamos rodeados sin cesar, sin nosotros saberlo. Pudo haber obrado en esta circunstancia por un simple efecto de su capricho, como también pudo hacerlo por instigación de Espíritus elevados, con la finalidad de despertar la atención de los hombres y convencerlos de la realidad de un poder superior, fuera del mundo corporal.

En cuanto a la niña, es cierto que era una de esas médiums de efectos físicos, dotadas –sin saberlo– de esta facultad, y que son para los otros médiums lo que los sonámbulos naturales son para los sonámbulos magnéticos. Esta facultad, dirigida con prudencia por un hombre experimentado en esta nueva ciencia, hubiera podido producir cosas más extraordinarias todavía y de naturaleza a derramar una nueva luz sobre estos fenómenos, que sólo son maravillosos porque no se los comprende.