Revista espírita — Periódico de estudios psicológicos — 1858

Allan Kardec

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Al considerar la Luna y los otros astros, ¿quién no se ha preguntado si esos globos están habitados? Antes que la Ciencia nos hubiese iniciado en la naturaleza de esos astros, se podía dudar; hoy, en el estado actual de nuestros conocimientos, por lo menos existe la probabilidad; pero a esta idea, verdaderamente seductora, se hacen objeciones extraídas de la propia Ciencia. Se dice que la Luna parece no tener atmósfera, y quizás tampoco agua. En Mercurio, dada su proximidad con el Sol, la temperatura media debe ser la del plomo fundido, de manera que, si hay allí plomo, debe correr como el agua de nuestros ríos. En Saturno, es todo lo opuesto; no tenemos un término de comparación para el frío que debe reinar allí; la luz del Sol debe ser muy débil, a pesar de la reflexión de sus siete lunas y de su anillo, porque a esta distancia el Sol no debe parecer sino una estrella de primera magnitud. En tales condiciones, se pregunta si sería posible vivir allí.

No se concibe que semejante objeción pueda ser hecha por hombres serios. Si la atmósfera de la Luna no ha podido ser percibida, ¿es racional inferir que no exista? ¿No puede estar formada por elementos desconocidos o lo suficientemente enrarecidos como para no producir refracción sensible? Diremos lo mismo del agua o de los líquidos allí existentes. Con respecto a los seres vivos, ¿no sería negar el poder divino el creer imposible una constitución diferente de la que conocemos, cuando bajo nuestros ojos la providencia de la Naturaleza se extiende con una solicitud tan admirable hasta el más pequeño insecto, y da a todos los seres los órganos apropiados al medio en que deben habitar, ya sea el agua, el aire o la tierra, que estén sumergidos en la oscuridad o expuestos a la claridad del Sol? Si nosotros nunca hubiésemos visto peces, no podríamos concebir seres que viven en el agua; no nos haríamos una idea de su estructura. ¡Quién hubiera creído, hasta hace poco tiempo, que un animal pudiese vivir un tiempo indefinido en el seno de una piedra! Pero sin hablar de estos extremos, ¿podrían existir en los hielos polares los seres que viven bajo el fuego de la zona tórrida?

Y no obstante en esos hielos hay seres que poseen un organismo para ese clima riguroso, y que no podrían soportar el ardor de un Sol vertical. Por lo tanto, ¿por qué no admitiríamos que existan seres constituidos para vivir en otros globos y en un medio totalmente diferente del nuestro? Seguramente, sin conocer a fondo la constitución física de la Luna, sabemos lo suficiente como para estar ciertos de que, tal como somos, no podríamos vivir allí, como tampoco podríamos hacerlo en compañía de los peces en el seno del océano. Por la misma razón, si los habitantes de la Luna pudiesen venir a la Tierra –ya que constituidos para vivir sin aire o en un aire muy enrarecido, tal vez completamente diferente del nuestro– se asfixiarían en nuestra atmósfera espesa, al igual que nosotros cuando caemos en el agua. Una vez más, si no tenemos la prueba material y de visu de la presencia de seres vivos en otros mundos, nada prueba que no puedan existir con un organismo que sea apropiado a un medio o a un clima cualquiera. Al contrario, el simple buen sentido nos dice que debe ser así, porque repugna a la razón creer que esos innumerables globos que circulan en el espacio no sean más que masas inertes e improductivas. La observación nos muestra allí superficies accidentadas –como aquí– de montañas, valles, hondonadas, volcanes extintos o en actividad; ¿por qué entonces no existirían seres orgánicos? Está bien –dirán; que haya plantas y hasta animales, puede ser; pero seres humanos, hombres civilizados como nosotros, que conozcan a Dios, que cultiven las artes, las ciencias, ¿eso es posible?

Por cierto, nada prueba matemáticamente que los seres que habitan otros mundos sean hombres como nosotros, ni que estén más o menos avanzados que nosotros, moralmente hablando; pero cuando los salvajes de América vieron desembarcar a los españoles, tampoco sospechaban que más allá de los mares existía otro mundo que cultivaba las artes que les eran desconocidas. La Tierra está salpicada de una innumerable cantidad de islas, pequeñas o grandes, y todo lo que es habitable es habitado; no surge una roca en el mar sin que el hombre haya plantado al instante su bandera. ¿Qué diríamos si los habitantes de una de las más pequeñas de esas islas, conociendo perfectamente la existencia de otras islas y continentes, pero no habiendo tenido jamás relaciones con sus habitantes, se creyesen los únicos seres vivos del globo? Nosotros les diríamos: ¿Cómo podéis creer que Dios ha hecho el mundo sólo para vosotros? ¿Por qué extraña peculiaridad vuestra pequeña isla, perdida en un rincón del océano, tendría el privilegio de ser la única habitada? Lo mismo podemos decir de nosotros con respecto a otras esferas. ¿Por qué la Tierra –pequeño globo imperceptible en la inmensidad del Universo, que no se distingue de los otros planetas ni por su posición, volumen o estructura, porque no es el menor ni el mayor, ni está en el centro o en los extremos–, por qué, digo, sería entre tantas otras la única residencia de seres racionales y pensantes? ¿Qué hombre sensato podría creer que esos millones de astros que brillan sobre nuestras cabezas sólo han sido hechos para recrear nuestra visión? Entonces, ¿cuál sería la utilidad de esos otros millones de globos imperceptibles a simple vista y que ni siquiera sirven para alumbrarnos? ¿No habría orgullo y a la vez impiedad en pensar que debe ser así? A los que les importa poco la impiedad, les diremos que es ilógico.

Por lo tanto, con un simple razonamiento que muchos otros han hecho antes que nosotros, hemos arribado a la conclusión de la pluralidad de los mundos, y este razonamiento se encuentra confirmado por las revelaciones de los Espíritus. En efecto, ellos nos enseñan que todos esos mundos están habitados por seres corporales apropiados a la constitución física de cada globo; que entre los habitantes de esos mundos los hay más o menos avanzados que nosotros, desde el punto de vista intelectual, moral e incluso físico. Además, hoy sabemos que podemos entrar en relación con ellos y obtener de los mismos informaciones sobre su estado; también sabemos que no sólo todos los globos están habitados por seres corporales, sino que el espacio está poblado de seres inteligentes, invisibles para nosotros a causa del velo material arrojado sobre nuestra alma, y que revelan su existencia por medios ocultos o patentes. De esta manera, todo está poblado en el Universo, la vida y la inteligencia están por todas partes: en los globos sólidos, en el aire, en las entrañas de la Tierra y hasta en las profundidades etéreas. ¿Hay en esta Doctrina algo que repugne a la razón? ¿No es a la vez grandiosa y sublime? Ella nos eleva de nuestra propia pequeñez, muy diferentemente de ese pensamiento egoísta y mezquino que nos coloca como los únicos seres dignos de ocupar el pensamiento de Dios.